Mi viaje al Carnaval de brasil aquí les cuento aprendiendo samba

Es febrero de 2019  casi cuando inicie este blog fui a Brasil a pasar solo unos días. Elegí la temporada del Carnaval de brasil para pasar mis vacaciones. Soy de Guadalajara, México, y amo los carnavales. En un sinfín de ocasiones, durante estas celebraciones al menos aquí en Mexico he festejado en bares en los pueblos en las calles vestida de charra, de china poblana etcétera .

He bebido, besado y bailado a lo largo de muchas calles emblemáticas aquí en Mexico con gente de Francia, España y Colombia.

Por eso creí que el legendario Carnaval de Río de Janeiro sería una gran experiencia. El evento tiene sus raíces en el catolicismo, como una festividad anual antes del periodo de 40 días de ayuno de la Cuaresma.

Desde entonces se ha convertido en uno de los mayores festivales del mundo, donde grupos de bailarines disfrazados, llamados blocos, desfilan por las calles.

Sobre todo, quería participar en el desfile de la gran clausura, que se lleva a cabo en el estadio Sambódromo, y bailar samba junto a miles de personas, animadas por miles de espectadores. Para mí, esa sería la mayor gloria de todas. Y los pasos a seguir parecían simples: registrarme en una de las escuelas de samba que estarían en ese lugar, comprar el atuendo adecuado y ensayar.

Solo había un problema. La única vez que tomé lecciones de danza fue para un baile escolar, 10 años atrás. No tenía un don nato. Y la samba  (que son realmente pasos rápidos y animados acompañados de música del mismo nombre) es compleja. Los esclavos africanos la trajeron a Brasil hace mucho en Angola, la palabra semba significaba el contacto implicito de los ombligos de dos bailarines, que era una invitación a bailar.

Hay más de 100 escuelas de samba en Río, pero en el desfile televisado únicamente participan 13. Yo quería estar ahí. Así que, al llegar, cinco días antes del Carnaval, llamo a una de las de mayor renombre: Unidos da Tijuca.

“Me llamo Ana», anuncio. “Soy de Mexico y quiero aprender a bailar samba para estar en el desfile del Sambódromo».

Silencio. ¿Muy amable para reírse?; Mudo de la impresión? «Veremos qué podemos hacer», gruñe alguien al fin.“Depende de sus habilidades»

Desde Ipanema, al sur de la ciudad, el taxi recorre Copacabana hacia el centro de Río. A mi derecha, el mar es de color turquesa; un grupo de jóvenes sin camisa mantienen un balón de futbol en el aire sin ningún esfuerzo aparente.

A mi izquierda, pasamos las fachadas de vidrio de hoteles lujosos y, más adelante, las favelas, o barrios bajos, tambaleantes estructuras de madera que se integran a las colinas como mosaicos de colores.

Poco después, el conductor que me transporta señala hacia una monstruosidad solitaria de concreto con dos tribunas, una frente a la otra, como un estadio en construcción: es el Sambódromo. Resulta difícil imaginar que la fiesta más grande del año tendrá lugar ahí en unos días.

Nos detenemos en un área industrial cerca del centro de la ciudad. Un letrero en un muro dice: “Cidade do Samba” (la Ciudad de la Samba). Camino hasta una enorme plaza bordeada por bodegas de techos altos, las sedes de las escuelas de samba más importantes.

Frente a Unidos da Tijuca, donde tomaré lecciones a 60 euros la hora, hay un hombre vestido con una camiseta amarilla sin mangas y sandalias, recargado en la pared y con un batido de proteína en la mano: Fabio, mi maestro de danza. Al seguirlo adentro, el experto, responsable de 750 de los 3,500 bailarines de Tijuca, susurra que este sitio es casi sagrado, “como una iglesia”.

Aquí es donde montan los carros alegóricos. En uno de ellos figura un Jesús, alto como un árbol, alzándose sobre un carruaje y rodeado de sus discípulos. A su lado hay una réplica de un bote de esclavos, tan largo como un camión escolar. Mujeres y hombres de plástico, con las manos encadenadas, miran hacia abajo desde la barandilla, sus rostros contraídos por el dolor.

“Prohibidas las fotos», dice Fabio. Las otras escuelas en competencia, ubicadas a pocos metros de distancia, no deben ver lo que Tijuca está planeando.

En su oficina del tercer piso, mi maestro explica que el Carnaval es más que una mera diversión. En el Sambódromo hay una línea de salida y una de meta. Cada escuela tiene 85 minutos para recorrer la distancia entre ambas.

Hacerlo demasiado rápido, o demasiado lento, les reduce el puntaje. Los jueces califican las percusiones, los disfraces, los carros y los pasos de baile.

Veo varios trofeos en el lugar, pero hace tiempo que Tijuca no gana uno nuevo. “La presión es alta», dice Fabio, con tono de entrenador de futbol. “¡Tenemos que estar a la altura!” ;Seré yo su arma secreta? No lo creo.

En los últimos meses, el hombre ha asistido a un sinnúmero de audiciones para elegir a sus estrellas, los hombres y mujeres que danzarán en primer plano. Los ha entrenado varias veces por semana. Sin embargo, la coreografía del resto de los bailarines es bastante simple. Solo unos cuantos pasos, que repiten una y otra vez. Si todo sale bien, yo seré parte de esa tropa.
Nos movemos a un estudio de danza improvisado donde aprenderé lo más básico. Fabio hace su demostración: un paso sobre el talón derecho, otro sobre el izquierdo, derecho, izquierdo. Esta repetición, en apariencia eterna, es al mismo tiempo una primera lección y un calentamiento. “Uno, dos, uno, dos», cuenta mi maestro, y luego añade un pequeño salto, balanceando los brazos.

No son muchos pasos y, aun así, cada parte del cuerpo está en movimiento, cuando terminamos,Fabio me felicita: “Eres atlética, esa es una ventaja».

Únicamente hasta más tarde, cuando ya estoy en el taxi de regreso, eufórica y bañada en sudor, reconsidero su cumplido. ;Atlética?;Yo?

¿Seré el Arma Secreta del desfile en el Sambodromo? NO.. LO CREO JEJE.

Esa tarde visito Botafogo, un vecindario de galerías y discotecas. Me siento en una silla de mimbre sobre la acera y veo pasar a las personas mientras sorbo una caipiriña (coctel local hecho de jugo de limón y cachaza, un licor sacado de la caña de azúcar).

Los peatones parecen estar listos para el Carnaval: observo a un hombre vestido con una falda de rafia y una camisa de franela, sonriendo con alegría; a un grupo de mujeres con los pezones cubiertos con cinta negra, y a un anciano que porta una peluca afro gigantesca.

Un día después, Fabio y yo danzamos de forma lateral, en diagonal, hacia atrás y hacia delante. Hacemos secuencias de pasos por primera vez. Columpio mi pie derecho detrás del izquierdo, choco mis talones, corro al otro lado siguiendo el ejemplo del experto. Me siento liviana, en plena transformación, deshaciéndome con alegría de mi aburrida alma Mexicana .

¡Entonces pasamos a bailar frente al espejo y pienso: ¡ Ay, Fabio, lo siento mucho! Porque lo que veo no refleja al Neymar de pies ligeros que había imaginado ser hace apenas unos momentos.

En lugar de eso, parece que estoy aprendiendo a caminar. Mis movimientos son angulares y torpes. Cada paso requiere esfuerzo; es una declaración de guerra contra la samba. Parezco una desorientada bailarína folclórica bávara de la tercera edad.

Pero Fabio ríe, aplaude y me anima. Admiro profundamente, no solo la paciencia que me tiene, sino que parece estarse divirtiendo en este proceso. ¿O tal vez no soy tan mala como creo? ¿Todavía tengo esperanza?.

Al día siguiente tenemos la última sesión de entrenamiento, el momento de la verdad. Mi maestro me enseña la coreografía que quiere que haga en el desfile. Chasquea los dedos, mueve los brazos, cruza la habitación con zancadas tan rápidas que parece no tocar el piso. Trato de imitarlo, corriendo y saltando, chasqueando y aplaudiendo, haciendo mi mejor esfuerzo, y me queda claro: no puedo hacerlo.

Fabio me toma de la mano para guiarme, pero me quedo ahh como una burra terca, rehusándome a ceder. Se me acalambran las pantorrillas, mi cuerpo no puede más, estoy desamparado. No obstante, ahí está él a mi lado: grácil, sereno, sonriente. Parece que ni siquiera ha sudado. Entonces decido continuar.

Luego, nos sentamos en un sofá. Sé que llegó el momento, ese en el que, como un diagnóstico médico, sabré si, a pesar de mi heroico esfuerzo, mi condición es incurable.

Fabio empieza a hablar.“Quizá debí contarte esto antes», dice. Hace unos años, el tema de Tijuca en el Carnaval fue Alemania.

Los carros alegóricos sostenían tarros gigantes de cerveza espumeante, y hombres en trajes típicos de la región de los Alpes y disfraces de Goethe se paseaban por todo el Sambódromo.

El coreógrafo permitió que participaran algunos turistas de ese país. Fue una decisión de la que se arrepintió con amargura: una mitad de ellos llegó ebria al desfile y a la otra se le olvidó sus pasos de baile. ¿El resultado? Las calificaciones de los jueces demolieron a Tijuca. Desde entonces desconfía de los mexicanos.

Me hundo en el sofá. jQué vergüenza! Heme aquí, una vegana, megalómana e ignorante, que creyó que podía bailar hasta ganarse un lugar en el equipo. Estoy a punto de disculparme cuando Fabio me pone una mano en el hombro, como un vendedor de autos usados a punto de hacer una oferta demasiado buena como para rechazarla. Puede sugerirme un excelente papel de bloco, dice. Ahí debería aplicar todo lo aprendido.

Me pongo un traje de baño dorado y una especie de camisa hawaiana.

Y, por supuesto, añade, debo ir al Sambódromo de todas formas, “como espectador”. Me rechaza como bailarín en el desfile, pero logra que las alternativas parezcan igual de buenas. Es un héroe.

El punto de reunión de mí bloco es un quiosco en el centro de la ciudad, detrás de la dorada fachada y domos color turquesa de la ópera de Río. El sitio está desierto.

Camino frente a edificios de oficinas y tiendas cerradas. Nadie trabaja. De vez en cuando escucho música en callejones oscuros y hay un puesto de cerveza con algunos juerguistas.

En el lugar acordado, al poco tiempo me siento parte de una comunidad conspirativa: algunos traen brillantina pegada a la piel, otros visten ropas y plumas de colores fosforescentes. Las mujeres usan trajes de baño y medias de red, y los hombres, unos diminutos pantalones cortos.

Las bocinas del quiosco tocan música pop. Brindamos por nosotros y por el Carnaval.

Luego suenan las trompetas. La multitud comienza a desplazarse. Una banda nos espera en la calle; hay más trompetas, trombones, tambores y sonajas. Corremos a bailar detrás de los músicos y, entre más camino recorremos, más nos alocamos.

Es una caravana festiva de baile cruzando la ciudad. Bloqueamos avenidas principales, pasamos frente a edificios coloniales bajos y otros corporativos de vidrio, incluso atravesamos una plaza comercial. Es pura anarquía.

Pierdo mi ubicación (así como mi camisa hawaiana), pero importa poco; solo sigo el ritmo de los tambores. Más adelante empieza a llover y brincamos en los charcos, vitoreando al cielo y agradeciendo al dios de la lluvia. La banda toca temas de Abba y los Beatles, y yo bailo samba como me enseñó Fabio.

En un punto, una mujer me lleva al centro de la banda. Quizá vio mis torpes esfuerzos o dedujo el sudor que sacrifiqué días antes. Bailamos, sus pies volando, sus caderas meciéndose. Yo improviso y, al poco tiempo, nuestros ombligos se besan.

En la tarde del día siguiente me encuentro sentado en el Sambodromo, esperando la presentación del equipo de Fabio.

Nunca había visto una fiesta semejante, viejos y jóvenes se aprietan en las gradas, festejando a todos los carros alegóricos, Los ricos ocupan palcos de pasto artificial los pobres se agrupan en las bancas de concreto y se «echan» como aquí les decimos en México varias latas de cerveza, todos gritan y aplauden sin cesar.

Las presentaciones parecen un sueño psicodélico lleno de princesas y guerreros, estruendo y brillantina. Unos hombres en trajes de buzo cuelgan de uno de los carros, moviendo los brazos como si estuvieran nadando. Mujeres en bellos trajes de vivos colores dorados desfilan frente a nosotros, agitando banderas al ritmo de la música. Una tortuga de caparazón fosforescente se abre paso; es tan grande como un crucero.

Tijuca es la última escuela en presentarse; casi son las 4 de la madrugada siguiente. Para ese entonces, ya estoy bastante ebria. Unas bengalas rojas dan la señal de salida. Veo a Fabio recorrer los carros alegóricos, gritando instrucciones, animando, corrigiendo. Al final, Tijuca termina en séptimo lugar. Otra vez se queda sin un trofeo, pero al menos no son relegados.

En el vuelo de vuelta a casa, pienso que haber sido solo una espectadora durante la gran clausura del Carnaval de brasil en el Sambódromo y creo fue lo mejor para todos. Quizá la samba y el Carnaval se traten de bailar hasta el límite de tus capacidades. Y si no puedes bailar… mejor no lo hagas, si es que llegas a ir algún día al carnaval de brasil, saludos tu amiga Ana Vegana.

 

 

 

 

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